lunes, 12 de mayo de 2008

Reglas elementales de convivencia I: el cine

Uno de los síntomas más claros del avance de la lumpenización global –sobre la que alertaré hasta el día de mi muerte física o moral– es la desaparición paulatina de las elementales reglas de convivencia. Lo que otrora era una lista de obviedades que todos aprendíamos sin darnos cuenta, ahora es un lujo de elegidos que saben que aunque uno esté adentro de un auto los vidrios son transparentes y por ende no debe dedicarse el tiempo libre que deja deternerse en un semáforo a la tarea de extraer humores viscosos de diferentes cavidades y catarlos ávidamente a vista y paciencia de quien esté en el vehículo de junto. O que cortarse las uñas es una actividad íntima que no debe ser practicada en el lugar de trabajo a medio metro del pelo y la humanidad de nuestros correligionarios...

El tema aquí señores no es la practica de la inmundicia como espectáculo –al que dedicaremos futuras reflexiones– sino la absoluta ignorancia respecto de que hasta hace no mucho tiempo lo esas asquerosidades eran observadas por los restantes congéneres como un acto de mal gusto o falta de decoro pasible de ser castigado con el ostracismo y la violencia física.

Y es el cine una de las mejores muestras de esta terrajización paulatina que nos invade por todos los frentes y nos infecta de inmundicia grasienta y maloliente en este País de Mierda (en adelante conocido como PDM).

Empecemos por la repugnante costumbre de consumir cantidades industriales de maíz pisingallo calentado y ensopado en caramelo berreta, kilos de sal o, dios no lo permita (sí, con minúscula), el “combinado”.
¿Alguien me puede explicar por qué designio cruel del destino estas bestias inmundas sin gusto sienten la necesidad de atiborrarse sus trompas con kilos de pop cuando se sientan frente a una pantalla de cine? ¿Cuál es el oscuro mecanismo psicológico –solo comparable con los perros de Pavlov y su sonora secretación de saliva– que lleva a estos seres a vincular cine y pisingallo de forma compulsiva?
¿Es que raspar con fruición enferma una caja de cartón con dibujitos y rumiar solidariamente junto a otros 20 humanos los ayuda a encarar el enorme esfuerzo mental que requiere prestar atención durante 90 minutos sin distraerse? ¿A que hijo de un carguero de casquivanas vietnamitas se le ocurrió la brillante idea de que la mejor experiencia cinematográfica está siempre vinculada a la ingesta de uno de los alimentos más sonoros jamas inventados?
A eso podríamos sumarle el maní con cholocolate y su golpeteo constante contra la cajita que se inclina para un lado y para otro, el chirrido de la pajita contra el plástico del vaso, el quejido aberrante que emite ese mismo artefacto cuando una vez que se acaba el líquido el propietario continúa succionando incansablemente, y así hasta el infinito.
Pero yo me pregunto lo siguiente, ¿por qué quedarnos solo en las inmundicias importadas si podemos ingresar en el terreno de la asquerosidad autóctona y natural? ¿Por qué no agregar también a la lista de alimentos tiernamente vinculados con el cine trozos de sandía llenos de semillas para que las escupan contra la pantalla o apoyen sus dedos pegajosos en el pelo del de adelante? ¿Por qué no una muy patriótica hamburguesa hedionda de carrito o un “uruguayísimo” chivito de Marcos que perfume la sala completa en nano segundos? ¿Por qué no choclos con mayonesa, jugo de limón y queso rayado para poder adornar el paisaje tirando la carcasa y sus respectivos palitos al suelo?

Pero la postal gastronómica no completa ni por asomo la maravillosa experiencia cinematrográfica del PDM. A esto se suma la presencia de varias razas de seres cuya exigua materia gris les impide respetar –o incluso conocer– la premisa de que un cine no es living de una casa en la que uno da rienda suelta a su necesidad de llevar a lo oral todo lo que uno piensa. Pero no seamos injustos con aquellos hijos de un vagón de putas sifilíticas y no pongamos a todos en la misma bolsa, existen varios tipos de incontinencia oral cinematográfica.
A saber:

El Toto de Cine - Esta especie se destaca por su incontenible necesidad de adelantarle a su acompañante/s y a todo el que haya nacido con el sentido del oído su “brillante intuición” sobre lo que sucederá diez segundos después. “El Toto” cree ser poseedor de una capacidad inédita para conocer el desarrollo de una película hollywoodense y no lo desalienta en su convicción de ser un genio que se trate de un argumento filmado hasta el hartazgo o incluso fruto de una remake de una remake.
Así, este personaje es el que dice –en la mayoría de los casos con voz de loro sabiondo y merecedor de las más aberrantes torturas psíquicas– “seguro el asesino es el marido”, “¡mirá, mirá ahora le dice que la va a dejar!”, “¡ya sé!, el tipo está muerto y nadie se dio cuenta”.
Obviamente cuando su oracular premonición se cumple, “El Toto” se da dique frente a familiares y amigos utilizando los más asquerosos giros de la lengua: “viste, ¿viste? te dije que era como yo te decía...”, “nunca le erro... que impresionante, soy el uno”, etc.
Estos seres merecen castigos semejantes a que se les conecte un cable pelado en su zona genital que les propine descargas de 220 hasta que pierdan el conocimiento y se llamen a silencio.

El estancado en la primera infancia – Así como nuestro tipo anterior suele estar integrado mayoritariamente por hombres, los “estancados en la primera infancia” suelen ser mujeres y, en especial, acompañadas de su novio, marido o amante. Esta especie se caracteriza por su necesidad de preguntar todo lo que su oligofrenia les impide entender con la sola observación del filme, repitiendo –cual si se tratase de infantes de cuatro años– las palabras “por qué” o sus sinónimos hasta el infinito y más. Aunque puede subsistir en cualquier tipo de película, esta especie encuentra su desarrollo óptimo en filmes basados en best sellers, hechos reales o biografías que todo el mundo conoce preguntándose a voz en cuello cosas como “¿por qué tienen las patas peludas?” durante la proyección de El señor de los Anillos o “¿qué le pasó al Titanic que se está hundiendo?”.
El “correctivo ideológico” necesario en este caso puede variar a gusto de quien se enfrente con un representante de esta especie, aunque yo me tomo la libertad de sugerir que ante la primera interrogante se lo tome por los cabellos y se lo arrastre escaleras abajo hasta la puerta de salida del cine, culminando la operación depositándolo en uno de los tachos dispuestos cerca de la entrada.

Las cacactúas - Aunque su nombre parezca indicarlo, en realidad esta especie puede estar integrada por representantes tanto del sexo masculino como femenino y su rasgo más sobresaliente es su inmensa e incontenible necesidad de hablar sin deternerse. Necesidad que debe ser llenada inmediatamente y apelando a cualquier tema que esté a la mano y a grito pelado en medio de la sala llena. Así, estos seres pueden comenzar comentando una escena de la película y terminar discutiendo los arreglos florales de su casamiento ideal –que planean sin ni siquiera tener un candidato a salame para decir “sí, quiero”–.
Esta especie es candidata perfecta para una muerte lenta y dolorosa plagada de torturas inenarrables que incluyen objetos contundentes en varios orificios, electrocución, golpes repetidos en el cráneo y estómago y quemaduras de encendedor de auto en puntos estratégicos.

El tecno-onanista - Esta especie se caracteriza por el inmenso amor que le prodiga a su celular, palm, iphone o cualquier otro objeto tecnológico que posea y que de preferencia haga mucho ruido y tenga una luz blanca que apunte a la cara de quienes intentan ver una película cerca de su presencia. Este individuo tiene una incapacidad psíquica y/o genética para apagar su teléfono al comienzo de una película, aún cuando se le indique hacerlo repetidas veces, en varios idiomas y con ayudas visuales, llegando solo –y en casos excepcionales– a silenciarlo.
Su patología le impide también, por supuesto, dejar de atender el teléfono cuando este suena durante la proyección –“Hola, si no puedo hablar porque estoy en el cine....”–, contestar mensajes de texto, revisar su agenda o incluso, jugar un ratito para descansar los ojos de la pantalla grande que tiene enfrente.
No puede haber otro correctivo para estos seres que la introducción repetida del objeto amado en todos los orificios posibles e incluso la creación de nuevas cavidades a través de la utilización del venerado aparato tecnológico.

Existen además otras especies menores (“los-noviecitos-que-no-pueden-dejar-de-tocarse”, “las-señoras-de-los-peinados-de-dos-pisos-y-perfume- comprado-en-Ta-Ta”
“el-demente-que-habla-solo”, etc.) que por tratarse de menos peligrosas o extendidas no merecen más que una mención aunque deben ser observadas de cerca.

(Advierto a los imbéciles de turno que no me vengan a joder con que vaya a Cinemateca porque nadie en su sano juicio puede querer ver una película en una butaca hecha concha frente a una pantalla con un siete y un sonido del orto... ¿está claro?)



martes, 6 de mayo de 2008

Si es “puto”, es “puto”....

En este país de mierda todos pensamos, al mirar desde lejos, que el conductor incapaz que intenta durante media hora estacionar entre dos autos, seguro es una mina.
En este país de mierda todos cruzamos a la vereda de enfrente cuando en sentido contrario vemos venir a alguien cuyo color, falta de aseo o aspecto general lo pone inmediatamente en la categoría de “negro”, “pichi”, “plancha”, etc.
En este país de mierda todos sentimos una mezcla de asco y pena cuando nos cruzamos con alguien deforme, lisiado, o con problemas motrices. Ni hablar del terror subterráneo que nos genera un mongólico, terror que se multiplica hasta el infinito si el individuo intenta acercarse o entablar una conversación. Todos sin excepción miramos sin poder controlarnos al tipo deforme que se sube al ómnibus y nos sentimos menos feos, menos imbéciles. Todos sin excepción. El que lo niegue miente a cara de perro.

Entonces... ¿Alguien me puede hacer el bien de explicarme por qué mierda decimos imbecilidades tales como “afrodescendientes”, “pueblos originarios”, “género”, “ y “capacidades diferentes”?
A ver si nos entendemos de una vez por todas. Un oligofrénico no es otra cosa que una persona que tiene el cerebro de un mono tití –con suerte y viento a favor–, y es EVIDENTE que NO TIENE NINGUNA CAPACIDAD DIFERENTE. ¿O ahora resulta que los mongólicos levitan, los parapléjicos son prestidigitadores y los deformes puede conocer antes que el resto el resultado del 5 de Oro...? No, señores.... No pueden hacer eso y además encima de todo no pueden caminar, escuchar, ver o hacer razonamientos más allá de secarse la baba con el puño de la camisa....
Nadie quiere tener “capacidades diferentes” y prueba de eso es esa extraña incomodidad que nos provoca su presencia. Pero como vivimos en este país de mierda lleno de hipócritas con compulsión por ser políticamente correctos volvemos una y otra vez a manosear la bolsa de eufemismos que llevamos a todas partes –y que todos los días crece por obra y gracia de los imbéciles de turno– para decir “moreno” en vez de “negro”, “especial” en vez de “infradotado”, “carenciado” en vez de “pobre”, “trabajadora sexual” en vez de “prostituta” y “diverso” en vez de “puto”...
Pero siempre, siempre, siempre es la segunda palabra la que estamos pensando.....
 
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